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Mercadillo
|
En
la
década
de
los
60,
música,
moda,
sexo
y
política
cambiaron
para
siempre.
Pero
muchos
de
los
sueños
de
aquellos
míticos
años
terminaron
frustrándose.
La
década
de
los
años
60
se
ha
convertido
en
la
década
mágica
del
siglo.
En
boca
de
la
generación
en
el
poder,
los
60
parecen
una
especie
de
Paraíso
perdido
de
la
pureza.
Para
los
amantes
de
la
música
pop
son
los
años
de
los
grandes
mitos
del
género:
Beatles,
Rolling
Stones,
The
Doors...
Para
la
izquierda,
el
tiempo
de
la
revolución.
Para
las
mujeres,
los
años
de
la
liberación
sexual.
Para
los
hombres,
los
de
la
minifalda.
Para
los
estadounidenses,
los
años
de
la
esperanza
encarnada
en
John
Fitzgerald
Kennedy.
Para
los
españoles,
los
del
seiscientos,
los
güateques
y
el
Dúo
Dinámico,
años
de
sonrisas,
flores
y
música.
Se
trata,
sin
duda,
de
la
cara
brillante
del
recuerdo,
la
cara
grata,
porque
si
la
década
de
los
60
fue
la
de
los
grandes
sueños
no
menos
cierto
es
que
muchos
de
ellos
terminaron
en
pesadilla:
la
cara
oscura
de
los
vietnamitas
abrasados
por
el
napalm,
las
dictaduras
militares
instaladas
en
Portugal,
España
y
Grecia,
los
asesinatos
de
Kennedy
y
Luther
King,
el
imperio
de
las
CIA,
KGB
y
demás
servicios
de
espionaje,
la
crisis
de
los
misiles
en
Cuba,
la
invasión
de
la
bahía
de
Cochinos,
la
construcción
del
Muro
de
Berlín,
la
invasión
de
Checoslovaquia
y
los
excesos
de
la
revolución
cultural
china.
De
forma
que
los
años
60
fueron
los
años
de
la
sonrisa
de
Marilyn
Monroe,
pero
también
de
la
del
ministro
franquista
José
Solís
Ruiz,
llamado
«la
sonrisa
del
Régimen».
Fueron
años
de
flores
en
el
pelo
de
los
jóvenes
hippies,
pero
también
de
flores
sobre
las
tumbas
de
las
víctimas
de
la
guerra
de
los
6
días,
entre
Israel
y
los
paises
árabes,
durante
el
verano
de
1967.
Y,
sobre
todo,
fueron
los
años
de
la
música,
de
los
cantos
al
amor,
pero
también
de
la
canción
protesta.
Años
contradictorios
que
llevaban
ya
en
su
seno
las
contradicciones
de
la
última
década
de
los
90.
Volver
la
vista
atrás,
de
la
mano
de
las
melodías
de
aquellos
diez
años
trepidantes,
es
mas
que
un
viaje
en
el
tiempo.
Es
un
viaje
a
los
orígenes.
¿Cómo
fueron
realmente
los
años
60?
¿Cuál
fue
el
legado
que
oscuramente,
gesto
a
gesto,
escribió
la
humanidad
entera
para
futuras
generaciones?
La
única
manera
de
poder
encontrar
esas
respuestas
es
remontar
el
río
de
la
memoria
en
busca
de
los
hechos,
las
emociones
y
las
voces
de
aquel
tiempo.
Y
la
primera
sensación
que
acude
es
la
de
malestar.
Los
años
60
fueron
hijos
del
malestar
de
las
nuevas
generaciones
ante
un
mundo
claustrofóbico,
forjado
durante
los
años
40
y
50,
bajo
la
permanente
amenaza
nuclear
de
la
Guerra
Fría
y
el
dictado
moralista
de
los
censores
del
estalinismo,
del
macarthysmo,
del
franquismo
o
del
gaullismo.
El
grito
de
los
Beatles
en
"Todo
lo
que
necesitas
es
amor"
era
la
respuesta
a
mas
de
dos
décadas
de
recelos
y
odio.
La
puesta
en
cuestión
de
la
lógica
de
un
mundo
bipolar,
dividido
trágicamente
por
dos
bloques
militares
irreconciliables
capitaneados
por
Estados
Unidos
y
la
URSS
respectivamente,
fue
una
de
las
constantes
de
los
años
60.
Las
críticas
de
los
ciudadanos
occidentales
contra
sus
propios
gobiernos
y
la
incipiente
disidencia
de
ciudadanos
de
los
países
del
Este
de
Europa
cifraron
sus
esperanzas
en
dos
figuras
políticas
que
marcaron
el
inicio
de
la
década:
John
Fitzgerald
Kennedy
y
Nikita
Kruschev.
Tras
el
XX
Congreso
del
Partido
Comunista
de
la
URSS,
celebrado
en
1956
y
en
el
que
se
denunciaron
los
crímenes
de
Stalin,
la
política
de
desestalinización
iniciada
por
Kruschev
ha-bía
abierto
esperanzas
de
democratización
en
el
bloque
comunista,
como
revelaba
la
simbólica
novela
El
deshielo,
de
Ilia
Ehremburg.
Del
otro
lado,
la
dictadura
encubierta
de
la
Comisión
de
Actividades
Antinorteamericanas,
encabezada
por
el
senador
McCarthy,
había
sumido
a
la
sociedad
estadounidense
en
una
crisis
de
valores
frente
a
la
que
se
alzó
la
figura
del
líder
demócrata
John
F.
Kennedy,
elegido
presidente
en
las
elecciones
de
1960.
Las
promesas
de
regeneración
de
Kennedy
devolvieron
el
entusiasmo
a
los
ciudadanos
y
supusieron
una
bocanada
de
aire
nuevo,
un
nuevo
estilo
de
hacer
política
mas
alejado
de
los
intereses
de
los
grandes
trust
comerciales
y
mas
sensible
a
las
demandas
liberales
de
las
minorías
negras
y
las
nuevas
generaciones.
Paradójicamente,
serían
precisamente
estos
dos
abanderados
de
una
nueva
era
de
coexistencia
pacífica
quienes
protagonizarían
la
crisis
militar
que
puso
al
mundo
al
borde
del
holocausto
atómico:
la
celebre
crisis
de
los
misiles,
en
1962,
cuando
la
URSS
quiso
instalar
misiles
en
territorio
cubano.
Un
año
antes,
en
abril
de
1961,
había
fracasado
el
intento
de
invasión
de
Cuba
protagonizado
por
mercenarios
cubanos
exiliados,
organizado
por
la
CIA
durante
el
mandato
del
presidente
Eisenhower
y
ejecutado
al
poco
de
llegar
Kennedy
a
la
presidencia.
La
falta
de
apoyo
aéreo
a
la
invasión
que
tuvo
por
escenario
la
bahía
de
Cochinos,
demostró
que
Kennedy
no
estaba
dispuesto
a
ir
mas
lejos.
Pero
el
que
hubiera
permitido
que
por
lo
menos
se
intentase
revelaba
también
que
Estados
Unidos
no
estaba
dispuesto
a
desentenderse
de
lo
que
ocurría
en
Cuba.
Mas
aun
si
se
trataba
de
misiles.
La
crisis
se
saldó
con
la
retirada
de
las
armas
soviéticas,
pero
el
fantasma
de
la
Guerra
Fría
seguía
gozando
de
buena
salud.
El
asesinato
de
Kennedy,
el
22
de
noviembre
de
1963,
y
la
destitución
de
Kruschev
al
año
siguiente
fueron
dos
portazos
a
las
esperanzas
de
cambio
y
sus
consecuencias
son
hoy
todavía
motivo
de
debate.
Es
unánime
la
opinión
de
quienes
ven
en
la
frustración
del
reformismo
de
Kruschev
el
principio
del
fin
de
los
regímenes
comunistas
en
Europa,
encerrados
desde
entonces
en
un
laberinto
burocrático
autoritario
sin
salida.
Y
la
película
de
Oliver
Stone,
JFK,
se
hizo
eco
de
la
añoranza
de
la
era
Kennedy,
últimamente
enarbolada
como
bandera
por
el
presidente
Clinton,
y
de
la
denuncia
del
magnicidio
de
Dallas
como
el
inicio
de
una
era
de
corrupción
y
devaluación
del
sistema
democrático
que
conduciría
a
las
presidencias
de
Nixon
y
Reagan,
plagadas
de
escándalos
como
el
Watergate
y
el
Iran-Contra.
Pero
la
década
de
los
60
conoció
también
otras
iniciativas
de
paz
al
margen
de
la
voluntad
de
las
grandes
potencias.
La
principal
de
ellas
fue
la
constitución
del
Movimiento
de
Países
No
Alineados,
en
la
Conferencia
de
Belgrado
de
1961
convocada
por
el
entonces
dirigente
de
Yugoslavia,
Josip
Tito.
Una
iniciativa
que
respondía
al
protagonismo
del
Tercer
Mundo,
donde
los
procesos
revolucionarios
de
países
como
Cuba
y
Vietnam,
la
independencia
de
Argelia
o
las
luchas
anticoloniales
de
Nasser
en
Egipto
o
Nehru
en
la
India,
eran
una
llamada
a
la
conciencia
de
los
ciudadanos
de
Occidente.
Los
60
empezaron
siendo
años
de
barbudos,
por
las
simpatías
que
Fidel
Castro
y
sobre
todo
el
Che
Guevara,
cuya
muerte
en
Bolivia
en
1967
lo
elevó
a
la
categoría
de
mito,
despertaban
entre
los
jóvenes
de
medio
mundo,
pero
se
convirtieron
pronto
en
los
años
de
las
melenas,
seducidos
por
el
nuevo
espíritu
de
un
grupo
de
músicos
de
Liverpool
cuyo
nombre
haría
época:
los
Beatles.
Unas
melenas
que
no
solo
tenían
el
declarado
propósito
de
molestar
a
los
mayores,
que
se
molestaban
a
modo,
sino
también
de
poner
en
solfa
la
sexualidad
de
la
época.
Que
un
chico
y
una
chica
compartieran
vaqueros
y
cabello
largo
era
una
manera
explícita
de
señalar
que
eran
iguales,
una
forma
de
liberarlos
de
los
tabúes
asociados
al
sexo.
Unos
años
después,
el
conjunto
Los
Bravos
vendrían
a
explicárselo
mas
claro
a
los
españoles,
que
no
estaban
en
los
60
para
muchos
trotes
porque
si
la
moral
oficial
francesa
podía
resultar
a
un
parisino
trasnochada,
la
española
daba
directamente
ganas
de
vomitar,
cuando
no
conducía
al
aspirante
a
rebelde
a
los
solanos
de
la
Dirección
General
de
Seguridad.
Decían
Los
Bravos
«Los
chicos
con
las
chicas
tienen
que
estar».
Y
semejante
versito
naif
era
casi
una
blasfemia
en
tierra
hispana,
mientras
por
las
europas
los
jóvenes
trataban
de
digerir
ese
vivir
sin
vivir
en
si
que
provocaban
el
amor
libre
y
sus
diversas
combinaciones
matemáticas
(dúos,
tríos,
comunas).
Mientras
en
Francia
los
jóvenes
izquierdistas
reprochaban
a
los
sindicatos
su
falta
de
radicalidad,
en
1963
nacía
en
España
entre
sobresaltos
el
movimiento
de
Comisiones
Obreras,
pronto
perseguido
con
saña
por
la
Policía.
En
1963,
mientras
el
comunismo
ejercía
una
indudable
influencia
sobre
numerosos
intelectuales
europeos,
en
España
era
fusilado
el
dirigente
comunista
Julián
Grimau,
entre
fuertes
protestas
internacionales.
Y
si
los
estudiantes
estadounidenses
acampaban
con
sus
guitarras
y
sus
melenas
ante
la
Casa
Blanca
para
protestar
por
la
guerra
del
Vietnam,
los
españoles
corrían
el
riesgo
de
acabar
como
Enrique
Ruano,
que
moría
en
1969
al
ser
arrojado
por
una
ventana
de
la
Dirección
General
de
Seguridad
de
Madrid.
La
versión
oficial
fue
que
saltó
al
vacío
en
un
descuido
de
sus
solícitos
guardianes.
Definitivamente,
los
años
60
no
tuvieron
para
los
jóvenes
españoles
la
misma
luminosidad
que
pudieron
tener
para
los
de
París,
Berlín
o
California,
pese
a
la
luz
de
esperanza
que
cantantes
como
Raimon
o
Serrat
arrojaban
con
sus
canciones.
De
modo
que
cuando
los
vientos
de
cambio
que
venían
a
lomos
de
los
nuevos
ritmos,
las
nuevas
vestimentas,
los
nuevos
usos
amorosos,
la
nueva
solidaridad
con
los
países
del
Tercer
Mundo,
tomaron
cuerpo
en
lo
que
ha
pasado
a
la
historia
como
el
Mayo
del
68,
en
España
fueron
muy
pocos
los
que
pudieron
sentir
la
conmoción
en
directo.
Aquí
solo
llegaron
los
ecos,
en
medio
de
algunos
conatos
de
protesta
estudiantil
reprimidos
por
el
Régimen.
Llegaron
las
consignas:
«Prohibido
prohibir»,
«La
imaginación
al
poder»,
«Cuanto
mas
hago
el
amor
mas
quiero
hacer
la
revolución,
cuanto
mas
hago
la
revolución
mas
quiero
hacer
el
amor».
Llegaron
algunos
nombres
legendarios
como
Daniel
CohnBendit
o
Alain
Krivme.
Y
las
canciones.
Esas
canciones
de
Leo
Ferre,
de
Jacques
Brel,
de
George
Brassens,
de
Moustaki,
que
venían
de
las
barricadas
de
París.
Y
las
otras,
los
cantos
de
Joan
Baez o de Bob Dylan, que arrasaban en el campus universitario de
Berkeley. Campus de los que llegaban también las historias que hermanaban
revolución y sexo (como había sucedido ya en la Revolución Francesa o en la
misma Revolución Rusa) y cuyo máximo portavoz era el pensador Herbert Marcusse.
Todo
un
vendaval
crítico
que
sobresaltó
a
los
poderosos
del
bloque
occidental
y
que
contagió,
mediante
el
Concilio
Vaticano
II,
inaugurado
en
1962,
incluso
a
una
institución
tan
conservadora
como
la
Iglesia
católica.
Un
vendaval
que
coexistía
con
otra
corriente
que,
disimuladamente,
pugnaba
por
transformar
el
mundo
en
sentido
inverso
al
que
le
señalaban
los
jóvenes
del
68:
la
influencia
de
la
televisión,
que
difundía
la
paulatina
uniformidad
cultural
y
la
pasividad
del
espectador.
Los
60
fueron
años
triunfales
para
la
televisión,
años
de
pasmada
fascinación
ante
las
monerías
del
perro
Rintintin,
de
cavernícolas
aventuras
de
clase
media
prehistórica
en
LOS
Picapiedras
,
de
la
magia
de
Embrujada,
los
sanos
embrollos
de
Bonanza
o
los
sueños
cutres
de
prosperidad
de
Un
millón
para
el
mejor.
Pero
al
otro
lado
del
Muro
que
se
había
levantado
en
Berlín,
en
tan
solo
una
semana,
durante
el
mes
de
agosto
de
1961,
y
que
simbolizaba
la
Guerra
Fría,
también
había
un
viento
de
esperanza.
Pero
a
la
caída
de
Kruschev,
en
Checoslovaquia
el
Partido
Comunista,
dirigido
por
Alexander
Dubock,
inició
un
proceso
de
reformas
desde
finales
de
1967
que
suponía
de
hecho
la
incorporación
de
los
valores
democráticos
—libertad
de
expresión,
reunión
y
manifestación—
al
socialismo.
Sus
autores
lo
bautizaron
como
«socialismo
de
rostro
humano»
y
la
prensa
como
Primavera
de
Praga.
El
final
del
año
1968
tuvo
amargas
consecuencias
a
ambos
lados
del
Muro.
Mientras
en
Occidente
la
revolución
de
Mayo
se
ahogaba
en
su
propio
entusiasmo,
incapaz
de
organizar
una
alternativa
al
poder
constituido,
extraviada
en
sus
rasgos
mas
exóticos,
desatendida
por
la
izquierda
tradicional,
en
el
Este,
los
tanques
del
Pacto
de
Varsovia
se
encargaban
de
borrar
los
rasgos
humanos
del
rostro
del
socialismo,
dando
al
traste
con
la
Primavera
de
Praga
y
con
la
carrera
política
de
su
líder.
De
igual
modo
que
las
caídas
de
Kennedy
y
de
Kruschev
tuvieron
efectos
a
largo
plazo,
el
fracaso
del
Mayo
y
de
la
Primavera
de
Praga
lo
tuvieron
a
mas
corto
plazo.
En
primer
lugar,
generando
un
sentimiento
de
frustración
que
venia
a
ocupar
la
plaza
de
las
a
veces
ingenuas
esperanzas
que
guiaron
buena
parte
de
la
década.
Y
junto
a
ese
sentimiento,
la
búsqueda
en
Occidente
de
otras
vías
mas
violentas
para
lograr
la
transformación
del
mundo.
Desautorizada
definitivamente
la
URSS
como
referente
utópico,
la
remota
y
criptica
China,
con
la
figura
legendaria
de
Mao-Tse-Tung,
se
convertía
en
polo
de
atracción
indiscutible.
China
mantenía
malas
relaciones
con
la
URSS
y
su
revolución
cultural,
que
estuvo
plagada
de
abusos,
era
percibida
desde
Occidente
como
un
sano
intento
de
cambiar
la
vida.
Menudearon
los
grupos
prochinos
y
pronto
surgieron
los
embriones
de
las
guerrillas
urbanas
que,
como
la
Fraccion
del
Ejército
Rojo,
en
Alemania,
o
las
Brigadas
Rojas,
en
Italia,
darían
forma
al
terrorismo
de
los
años
70.
Junto
a
ellos,
los
60
alumbraron
también
formas
de
violencia
nacionalista.
En
Irlanda
del
Norte,
continuó
el
protagonismo
del
IRA
y
las
movilizaciones
políticas
de
lideres
como
Bernardette
Devlin.
Y
en
1961
nacía
en
el
País
Vasco
ETA,
que
tomaría
el
camino
de
la
violencia
terrorista
en
1968.
En
el
Este,
bajo
la
nueva
helada
de
la
era
Breznev,
iba
a
gerininar
poco
a
poco
la
disidencia,
que
terminaría,
dos
décadas
después,
con
los
regímenes
que
habían
aplastado
el
sueño
de
libertad
de
Praga.
Y
en
las
espesuras
asiáticas
de
la
jungla
de
Vietnam
se
formaba
el
pantano
político,
moral
y
militar
que
acabaría
llevando
a
la
derrota
a
Estados
Unidos
de
América.
Los
años
60
se
cerraron
con
una
fantasía
hecha
realidad:
la
llegada
del
hombre
a
la
Luna,
pero
también
con
crispación,
como
un
sueño
grato
que
de
pronto
se
torna
angustioso.
Muchos
de
sus
ideales
se
hundieron
para
siempre,
pero
el
mundo
ya
no
volvió
a
ser
el
mismo
tras
su
década:
ni
las
costumbres
sexuales,
ni
las
pautas
morales,
ni
el
papel
de
la
música
o
de
la
moda
o
de
la
televisión.
Ni
siquiera
los
mismos
protagonistas
de
aquellos
años,
muchos
de
los
cuales
terminaban
ofreciendo
el
triste
espectáculo
de
su
reconversión
en
estresados
yuppies,
en
lo
que
mas
odiaron,
en
hombres
de
orden.
Quizá
el
exponente
mas
simbólico
de
la
pesadilla
final
de
los
años
60,
que
ha
llegado
hasta
la
actualidad,
sea
el
problema
de
la
droga.
El
LSD,
la
heroína,
el
porro
(aunque
meter
a
la
marihuana
en
el
mismo
saco
que
la
heroína
es
mas
que
discutible),
armas
reivindicadas
en
diferentes
grados
por
intelectuales
y
artistas
de
la
época
como
liberación
de
la
imaginación
y
los
sentidos,
acabarían
por
convertirse,
de
la
mano
de
la
frustración
y
del
mercado
negro,
en
letales
puñales
esclavizadores,
en
fuentes
de
turbios
y
sangrientos
negocios,
en
una
eficaz
forma
de
alienación.
Como
Icaro,
los
jóvenes
de
los
años
60
levantaron
vuelo
hasta
rozar
el
Sol.
Como
él,
mas
dura
fue
su
caída.
Las
luces
de
aquella
empresa
y
sus
sombras
llegan
ahora,
una
vez
mas
de
la
mano
de
la
música.
Ahora,
como
entonces,
la
música
de
los
60
ofrece,
ingenua
a
veces,
rebelde,
soñadora
o
provocadora,
un
camino
para
despertar
la
imaginación
dormida.
Un
esfuerzo
que,
pese
a
todo,
siempre
merece
la
pena.
Al
fin
de
cuentas,
Icaro
logró
escapar
del
laberinto
que
le
apresaba,
aunque
fuera
a
través
de
la
muerte.
JOSE
MANUEL
FAJARDO |