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Mercadillo
|
Por
fin,
cuando
el
desarrollismo
de
los
años
sesenta
elevó
el
nivel
económico
del
país
hasta
situarlo
a
la
altura
de
utilitarios
y
electrodomésticos,
los
jóvenes
españoles
de
la
emergente
clase
media
pudieron
acceder
al
pic-kup,
sin
abandonar
la
batalla
perdida
de
antemano
con
el
pater
familias
detentador
del
privilegio
de
la
gramola,
que
imponía
su
férrea
dictadura
estética
y
se
mostraba
reacio
a
introducir
en
el
sagrado
mueble
musical
tan
foráneas
y
descoyuntadas
melodías.
Los
artistas
modernos
y
sus
fans
ya
no
pertenecían
a
un
círculo
restringido
y
privilegiado,
los
discos
singles
abarataban
los
precios
y
comenzaban
a
sustituir
a
los
extended
plays
de
cuatro
canciones.
Sin
embargo,
formar
un
conjunto
moderno
seguía
siendo
una
empresa
llena
de
dificultades:
las
carismáticas
guitarras
Fender,
las
baterías
Premier
y
los
bajos
HofFner
con
formas
de
violín,
los
amplificadores,
los
bafles
y
las
etapas
de
potencia
no
estaban
al
alcance
de
la
mayoría.
Gravados
con
un
impuesto
de
lujo,
los
instrumentos
musicales
suscitaban
la
envidia
de
los
adolescentes
desde
los
brillantes
escaparates.
A
los
adultos
y
a
los
aprendices
de
adulto,
que,
en
contra
de
su
tiempo
y
de
sus
intereses,
se
obstinaban
en
seguir
la
huella
de
sus
mayores,
les
preocupaba
la
floración
espontánea
de
aquellos
brotes
de
modernismo
que
anidaban
en
los
corazones
juveniles
destilando
su
ponzoñoso
jugo
que
paralizaba
voluntades
y
fomentaba
la
abulia,
la
promiscuidad
y
el
relajo
moral
de
las
nuevas
generaciones
patrias.
Los
numerosos
celadores
del
orden
y
de
la
moral,
los
inquisidores
de
oficio
o
de
afición,
los
mandos
del
Frente
de
Juventudes
y
los
consiliarios
de
Acción
Católica
luchaban
con
todas
sus
armas
contra
la
moderna
plaga.
Ya
unos
años
antes
habían
mostrado
su
capacidad
de
reacción
contra
los
excesos
juveniles
traduciendo
alevosamente
las
eufóricas
denominaciones
“teddy-boy”
o
“blouson
noir”
por
el
término
"gamberro",
con
el
quo
era
mucho
mas
costoso
identificarse.
La
onomatopeya
“yeah-yeah”,
reiterativamente
utilizada
por
los
conjuntos
vocales
invasores,
iba
a
servir,
transformada
en
“ye-ye”,
para
nominar
ahora
a
los
seguidores
de
las
tendencias
musicales
de
importación.
Usado
con
intención
paródica,
el
término
que
hizo
fortuna
entre
los
caricatos
más
inmundos,
se
convirtió
en
muletilla
de
editorialistas
obsoletos
y
admonitorios,
fue
invocado
por
presentadores
de
televisión
y,
pese
a
la
escasa
implicación
entre
los
posibles
nominados,
sirvió
como
reclamo
publicitario
para
nuevas
y
juveniles
películas.La
industria
discográfica
del
país
era
una
pura
entelequia,
un
coto
dominado
por
antiguos
vendedores
de
electrodomésticos
y
artistas
retirados.
Desde
los
primeros
tiempos,
aquellos
ganapanes
habían
mostrado
una
contumaz
negativa
a
enfrentarse
con
los
nuevos
tiempos.
Cuando
comenzaron
a
grabar
las
primeras
versiones
españolas
de
éxitos
del
pop
internacional,
los
artistas
contratados
para
realizarlas
eran
vigilados
de
cerca
para
que
no
se
llevaran
los
ceniceros,
sometidos
a
los
dictados
de
un
director
despótico
que
odiaba
su
trabajo
y
humillados
por
ejecutivos,
técnicos
y
personal
subalterno,
como
si
fuesen
apestados
o
se
hubieran
introducido
en
los
estudios
de
grabación
para
efectuar
un
atraco.
Como
gráfica
muestra
del
profundo
desprecio
que
los
maduros
encargados
de
realizar
las
versiones
en
castellano
de
los
hits
anglosajones
sentían
por
aquel
tipo
de
tareas,
baste
recordar
la
traducción
de
“Downtown”
por
“Chao,
Chao”,
que
trasladaba
a
la
playa
una
historia
de
asfalto
con
absoluta
impunidad.
Pero
cuando
los
felices
sesenta
pasaban
su
meridiano
sin
que
los
miembros
de
la
cofradía
fonográfica
nacional
se
hubieran
dado
por
enterados
de
lo
que
ocurría
a
su
alrededor,
crecía
en
las
ciudades
el
fragor
de
nuevas
guitarras
que
músicos
inexpertos,
pero
también
entusiastas,
intentaban
afinar
sin
demasiado
éxito,
generalmente
por
la
rezumante
humedad
de
los
sótanos
en
los
que
efectuaban
sus
ensayos
ante
la
incomprensión
generalizada
de
sus
familiares,
vecinos,
guardias
municipales
e
incluso
de
sus
ensordecidas
y
pragmáticas
novias.
Crecía
la
demanda
del
producto.
Los
ecos
que
llegaban
de
EE.
UU.
y
Reino
Unido,
y
en
menor
medida
de
Italia
y
de
Francia,
incrementaban
los
deseos
de
homologación
de
los
teenagers
hispanos,
que
soñaban
con
emular
a
sus
legendarios
modelos.
Novola,
el
sello
de
la
discográfica
Zafiro,
que
lanzó
a
Los
Brincos,
fue
un
primer
intento
de
cubrir
esa
demanda.
En
Hispavox
se
desató
su
primera
ofensiva
contando
con
los
oficios
de
un
hábil
productor,
Rafael
Trabucchelli,
que
imprimía
un
sello
personal
a
sus
grabaciones,
sello
que
pronto
se
convertiría
en
marca
de
fábrica,
sonido
de
la
casa
que
respaldaba
las
grabaciones
de
conjuntos
y
solistas,
de
Los
H.
H.
y
Raphael
a
Los
Modulos,
pasando
por
Karina
y
los
veteranos
Pekenikes,
una
de
las
primeras
apuestas
de
la
casa,
inteligente
y
brillante
colaboraci6n
entre
el
virtuosismo
de
Trabucchelli
y
el
aguzado
instinto
de
rapiña
de
Alfonso
Sáinz,
experto
en
piratear
melodías
clásicas
y
canciones
populares
de
tiempos
pretéritos
para
convertirlas
en
brillantes
instrumentales.
Grupos
como
Los
Angeles,
Los
Mitos
y
Los
Módulos,
especialistas
en
armonías
vocales,
o
Los
Pasos,
que
cultivaban
cierta
vena
humorística;
la
empalagosa
Karina,
antigua
solista
de
Los
Pekes,
y
luego
el
veterano
Miguel
Ríos,
por
fin
libre
de
sus
compromisos
de
cantante
funcionario
obligado
a
realizar
versiones
a
granel,
ficharon
por
la
firma.
Por lo general, y confiados en la maquinaria musical de la casa, engrasada por Trabucchelli
y
mas
tarde
por
el
ampuloso
Waldo
de
los
Ríos,
los
responsables
de
Hispavox
no
prestaban
gran
atención
a
la
base
instrumental
de
sus
grupos,
cuyos
miembros
eran
frecuentemente
sustituidos
por
profesionales
mercenarios
durante
las
sesiones
de
grabación.
A
lo
largo
de
10
años
aproximadamente
Hispavox
probó
caminos
muy
diversos:
del
folk
beato
de
Maria
Ostiz
a
la
rumba
moderna
de
Los
Payos.
Impregnados
de
cierto
conservadurismo,
los
directivos
de
Hispavox
no
apadrinaron
grandes
revoluciones
formales.
Probaron
con
la
canción
de
autor
sin
compromiso
de
Mari
Trini
y
Alberto
Cortez,
y
alentaron
monstruosidades
orquestales
del
megalómano
Waldo
de
los
Ríos,
que
abrieron
paso
a
las
posteriores
aberraciones
del
maestro
Luis
Cobos.
Por el
frente
abierto
continuaron
otras
compañías
discográficas:
Fonogram
lanzó
a
Formula
V,
guiados
por
Marini
Callejo
desde
las
sombras,
ejecutantes
de
un
pop
descremado
y
tópico.
En
Barcelona
golpearon
con
fuerza
Los
Diablos,
aun
más
inanes
que
sus
colegas
madrileños,
y
hasta
la
firma
Belter,
bastión
de
las
mas
inquebrantables
esencias
de
la
españolidad
cantante,
probó
a
saturar
el
mercado
con
subproductos
ye-yes.
La Iglesia no solo dejaba sus locales para que los estudiantes ensayaran u
organizaran festivales. Desde el éxito de la monja belga Soeur
Sourire
con
“Dominique”,
y
al
abrigo
de
los
vientos
del
Concilio
Vaticano
II,
cierta
parte
de
la
jerarquía
eclesial
toleraba
estos
contactos
con
la
cultura
popular,
y
surgieron
grupos
musicales
de
monjas,
frailes
y
ediciones
religiosas
que
contaban
con
una
sección
de
jóvenes
y
conjuntos.
Si
de
Argentina
llegó
el
padre
Alejandro
con
el
“Twist
del
marciano”,
en
España
aparecieron
Los
Cuatro
de
Asis
y
Las
Monjitas
del
Jeep,
que
no
sólo
cantaban
ritmos
ye-yés,
sino
que
se
acompañaban
con
sus
propias
guitarras
eléctricas
y
baterías.
Anecdótico
quizá
y
con
pobres
resultados
artísticos
y
comerciales,
pero
ayudaba
a
crear
un
ambiente
general
favorable
a
la
cultura
y
música
jóvenes.-
MONCHO
ALPUENTE
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